Max Oppenheimer -más conocido por su nombre artístico, Max Ophüls- nació en Saarbrücken, Imperio alemán, el 6 de Mayo de 1902, y falleció en la ciudad de Hamburgo, Alemania Federal, el 25 de Marzo de 1957. En esos escasos cincuenta y cinco años que vivió, trabajó como dramaturgo y cineasta en su país natal, Francia, Italia, Holanda y los Estados Unidos. Pese a que en vida nunca gozó de la fama y reputación de los grandes directores de la época, tras su muerte su figura fue reivindicada -principalmente en Francia- y hoy en día es considerado justamente como uno de los grandes artistas de los años 40 y 50.
Max Ophüls nació en el seno de una familia de empresarios de origen judío. Pese a ello, su interés por lo artístico nació a temprana edad y en 1919 comenzó su andadura como actor teatral. Durante la década siguiente, trabajó en numerosas ciudades alemanas -Stuttgart, Dortmund, Frankfurt o Berlín- como actor y director de teatro. En esta misma época fue cuando adoptó su nombre artístico y cuando nació en él el interés por el mundo del cine. En 1929 empezó a trabajar como director de guiones para la UFA y como ayudante del cineasta Anatole Litvak. A principios de los años treinta dirige sus primeras películas, pero ante la ascensión del partido Nazi y el incendio del Reichstag decide emigrar a Francia.
En esos años Ophüls empieza a dirigir con regularidad, y no lo hace solamente en el país galo -donde adquiere la nacionalidad francesa-, sino también en Italia y Holanda. Es en este momento cuando la brillantez del cineasta queda patente, y su gusto por los romances de bella factura empieza a adquirir reconocimiento. Por desgracia, la ocupación Nazi le obliga a exiliarse por segunda vez, en esta ocasión a un destino mucho más lejano, los Estados Unidos, pero lo hace sin ningún trabajo en Hollywood, por lo que su actividad sufre un parón momentáneo. Tras unos años difíciles en que su familia sobrevive gracias al programa de solidaridad para los judíos que habían huido de Europa -un programa patrocinado, entre otros, por Fritz Lang, Billy Wilder, William Wyler o Robert Siodmak-, sus amigos Preston Sturges y Douglas Fairbanks Jr. le consiguen sus primeros trabajos como director en la gran industria californiana. Así, Ophüls dirigirá hasta cuatro películas de 1947 a 1949, entre las que hay que contar sus únicas incursiones en el género de aventuras y el cine negro, y dirigirá su primera obra mayúscula: Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948).
Pese al éxito con que empezaba a contar en América, Ophüls regresó a Francia en 1950 para poder recuperar una mayor libertad artística y retomar su obra allí donde la dejó años atrás. En los siguientes años el maestro alemán dirige cuatro de sus más celebradas películas, entre las que se encuentra su obra maestra: Madame de... (ídem, 1953). Con Lola Montes (Lola Montès, 1955), quizá la más trágica de sus películas, concluye la obra del cineasta, que murió en 1957 a causa de un fallo cardíaco. En los años que siguieron a su fallecimiento, la figura de Ophüls fue reivindicada por numerosos grupos de cineastas, entre los que cabe contar los críticos de la revista Cahiers du cinéma, liderados por François Truffaut, y a Roberto Rossellini, Jean Cocteau o Jacques Tati, entre otros. El primero de ellos, Truffaut, llegó a declarar que consideraba a Ophüls como el mejor de los cineastas franceses junto a Jean Renoir. Todo un elogio.
Los leitmotiv de la obra del franco-alemán siempre fueron los amores imposibles, los trágicos romances protagonizados por mujeres cuya existencia estaba asociada al dolor. Estas historias, que nunca nadie contó como él, solían ambientarse en un contexto aristocrático, hecho que acentuaba el vacío vital de los protagonistas. En su cine también tiene gran importancia el contexto histórico -habitualmente el del Siglo XIX-, así como las reflexiones acerca del placer, el sufrimiento vital, la fugacidad del tiempo o las máscaras que todo ser humano suele llevar para ocultar su dolor.
En lo que respecta a cuestiones estilísticas, el cine de Ophüls se caracteriza por una precisión técnica sin parangón, un perfeccionismo enfermizo -su influencia en Stanley Kubrick, en este sentido, es más que evidente-, la experimentación constante en el aspecto narrativo, los permanentes movimientos de cámara -particularmente de carácter circular- y su elaborado retrato psicológico de los personajes.
Naturalmente se podrían escribir líneas y más líneas analizando cada una de estas y muchas otras cuestiones acerca de Max Ophüls y su cine, pero aquí quedan establecidas las principales características de un autor a reivindicar, día tras día, pues se trata de un auténtico genio del séptimo arte con un talento sin igual y una brillante obra a sus espaldas. Un artista, en definitiva, de lo exquisito.
En esos años Ophüls empieza a dirigir con regularidad, y no lo hace solamente en el país galo -donde adquiere la nacionalidad francesa-, sino también en Italia y Holanda. Es en este momento cuando la brillantez del cineasta queda patente, y su gusto por los romances de bella factura empieza a adquirir reconocimiento. Por desgracia, la ocupación Nazi le obliga a exiliarse por segunda vez, en esta ocasión a un destino mucho más lejano, los Estados Unidos, pero lo hace sin ningún trabajo en Hollywood, por lo que su actividad sufre un parón momentáneo. Tras unos años difíciles en que su familia sobrevive gracias al programa de solidaridad para los judíos que habían huido de Europa -un programa patrocinado, entre otros, por Fritz Lang, Billy Wilder, William Wyler o Robert Siodmak-, sus amigos Preston Sturges y Douglas Fairbanks Jr. le consiguen sus primeros trabajos como director en la gran industria californiana. Así, Ophüls dirigirá hasta cuatro películas de 1947 a 1949, entre las que hay que contar sus únicas incursiones en el género de aventuras y el cine negro, y dirigirá su primera obra mayúscula: Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948).
Pese al éxito con que empezaba a contar en América, Ophüls regresó a Francia en 1950 para poder recuperar una mayor libertad artística y retomar su obra allí donde la dejó años atrás. En los siguientes años el maestro alemán dirige cuatro de sus más celebradas películas, entre las que se encuentra su obra maestra: Madame de... (ídem, 1953). Con Lola Montes (Lola Montès, 1955), quizá la más trágica de sus películas, concluye la obra del cineasta, que murió en 1957 a causa de un fallo cardíaco. En los años que siguieron a su fallecimiento, la figura de Ophüls fue reivindicada por numerosos grupos de cineastas, entre los que cabe contar los críticos de la revista Cahiers du cinéma, liderados por François Truffaut, y a Roberto Rossellini, Jean Cocteau o Jacques Tati, entre otros. El primero de ellos, Truffaut, llegó a declarar que consideraba a Ophüls como el mejor de los cineastas franceses junto a Jean Renoir. Todo un elogio.
Los leitmotiv de la obra del franco-alemán siempre fueron los amores imposibles, los trágicos romances protagonizados por mujeres cuya existencia estaba asociada al dolor. Estas historias, que nunca nadie contó como él, solían ambientarse en un contexto aristocrático, hecho que acentuaba el vacío vital de los protagonistas. En su cine también tiene gran importancia el contexto histórico -habitualmente el del Siglo XIX-, así como las reflexiones acerca del placer, el sufrimiento vital, la fugacidad del tiempo o las máscaras que todo ser humano suele llevar para ocultar su dolor.
En lo que respecta a cuestiones estilísticas, el cine de Ophüls se caracteriza por una precisión técnica sin parangón, un perfeccionismo enfermizo -su influencia en Stanley Kubrick, en este sentido, es más que evidente-, la experimentación constante en el aspecto narrativo, los permanentes movimientos de cámara -particularmente de carácter circular- y su elaborado retrato psicológico de los personajes.
Naturalmente se podrían escribir líneas y más líneas analizando cada una de estas y muchas otras cuestiones acerca de Max Ophüls y su cine, pero aquí quedan establecidas las principales características de un autor a reivindicar, día tras día, pues se trata de un auténtico genio del séptimo arte con un talento sin igual y una brillante obra a sus espaldas. Un artista, en definitiva, de lo exquisito.
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