viernes, 10 de enero de 2014

Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953) de William Wyler




"Si soy honesta debo decir que todavía leo cuentos de hadas y son los que más me gustan"

Audrey Hepburn 


Ana (Audrey Hepburn), la joven princesa de un país centroeuropeo, está visitando las principales capitales del continente. Durante su visita a la capital Italiana, Roma, se hartará de sus interminables compromisos protocolarios y de su programada vida y decidirá escapar para gozar de una visita turística de la ciudad. Durante su huída, conocerá a Joe (Gregory Peck), un periodista norteamericano que fingirá desconocer la identidad de la protagonista para conseguir así la exclusiva de su escapada.


Vacaciones en Roma se ha convertido con los años en todo un clásico de la historia del cine. Rodada enteramente en la ciudad donde transcurren los hechos, relata en tono de comedia un romance entre una mujer de vida privilegiada materialmente pero vacía de amor y felicidad, y un joven periodista que empieza tratando de sacar provecho de la situación ventajosa en que se encuentra pero que acaba por amar a una mujer que sabe inalcanzable.

Si bien este es una de los trabajos más populares de William Wyler, hay que decir, ya desde buen inicio, que no se trata de uno de los mejores cualitativamente hablando. Esta película es una fábula que cuenta la clásica historia de princesas pero desde el prisma contrario al que solía usar Walt Disney en sus producciones, por ejemplo. En este caso, tenemos a una princesa cuya vida de lujo no le permite vivir, valga la redundancia, y mediante su descenso a la vida cotidiana de la ciudad encontrará la felicidad y el amor -unos valores que no podrá mantener debido a su responsabilidad aristocrática-.


Así pues, asistimos a un romance perfectamente construido, de final amargo pero auténtico, en el que destacan el argumento inicial y su desarrollo cinematográfico, los paisajes de la bellísima ciudad Romana y la perfecta interpretación de Hepburn en su primer papel protagonista.

Precisamente aquí debemos detenernos, pues en las interpretaciones de los dos protagonistas hallamos el mayor valor del filme y su gran debilidad. Como exponíamos, la composición de Hepburn resulta inmejorable -la valió el Oscar a mejor actriz en 1953-. Interpreta el papel a la perfección y resulta simplemente encantadora. En cambio, su compañero Gregory Peck se muestra tremendamente incómodo en su papel de periodista ingenioso y espabilado. Peck fue un actor tremendamente sobrio, perfecto para un abogado padre de familia, un tipo firme y responsable. Por eso resultaba tan convincente en Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962) de Robert Mulligan, y tan poco en esta fantasía romántica.

Al mismo tiempo, Wyler no consigue impregnar el film del tono humorístico e irónico pretendido, aunque resulta difícil saber si se le puede atribuir a él esa responsabilidad o el mayor culpable sigue siendo el propio Peck.


En definitiva, un buen filme, con un mensaje muy humano y crítico con las instituciones monárquicas, pero que ha sido sobrevalorado por el público así como lo fue por la academia de Hollywood en su día, que lo nominó a diez estatuillas, de las cuales le entregaría tres -las más merecidas a nuestro entender-.

El viaje en vespa por la ciudad eterna de la pareja protagonista forma parte ya de la memoria colectiva de todos los cinéfilos.




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