jueves, 8 de enero de 2015

Vivir (Ikiru, 1952) de Akira Kurosawa



"Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte"

Leonardo Da Vinci

Kanji Watanabe (Takashi Shimura) es un viejo funcionario público con más de treinta años de experiencia encargado de la sección de ciudadanía. Durante todo este tiempo ha llevado una existencia gris y monótona basada en la constante repetición de trámites burocráticos. Todo su mundo cambia cuando, tras la visita a un médico, descubre que padece un cáncer de estómago incurable y que le queda menos de un año de vida. Tras ello, Watanabe tratará desesperadamente de encontrar un sentido a su vida.


Akira Kurosawa, en un momento de máximo esplendor creativo -dos años antes de Ikiru había dirigido su éxito internacional Rashômon y dos años después realizaría su aclamada obra maestra Los siete samuráis-, dirige esta íntima y a la vez universal historia sobre un hombre que tan sólo ante la cercanía de la muerte hallará su camino en la vida. 

Takashi Shimura, un habitual colaborador de Kurosawa que aquí deslumbra en el rol principal, interpreta a un funcionario gris y solitario; un viudo que abandonó toda esperanza en su vida sentimental para centrarse en su trabajo y así poder garantizar un buen futuro para su hijo, del que ahora se ha distanciado por completo; un hombre que lleva casi treinta años sin faltar ni un único día al trabajo pero que al descubrir que sus días se terminan se planteará irremediablemente si ha desperdiciado su existencia y si todavía está a tiempo de redimirse.


La película se inicia con la imagen de una radiografía que muestra el mal estado del estómago del protagonista y con la voz de un narrador omnisciente que nos anuncia el final de la misma, la irremediable muerte de Watanabe. Tras esto, será Kurosawa quien radiografiará la triste vida del funcionario y nos mostrará cómo éste descubre su trágico destino. Al conocer la noticia, Watanabe, desesperado, buscará refugio en su familia, pero se dará cuenta de que está solo. También tratará de disfrutar de sus últimos días en la animosa noche de la ciudad, pero la tristeza le supera. No será hasta bien avanzado el filme cuando se dará cuenta de que todavía está tiempo de legar algo a los hombres, si es que así realmente lo desea.

El maestro Kurosawa nos muestra así su filosofía de vida a través de los últimos meses de la de un Kanji Watanabe que lucha ante las dificultades administrativas, los trámites burocráticos, la tiranía del teniente de alcalde y los intereses de un grupo mafioso, para convertir unas aguas estancadas, putrefactas e infectadas de mosquitos que dificultan la vida de uno de los barrios más pobres de la ciudad, en un parque para infantes que permita mejorar la vida social de la zona. 


No cabe duda de que, cómo en todo filme de Kuroswa, son válidas -e incluso necesarias- varias lecturas. En el caso de Ikiru, resulta innegable que las putrefactas aguas simbolizan el Japón de la posguerra, y que la lucha de Watanabe es la de una generación que ya se va, pero que debe tratar de legar un mundo mejor a sus hijos, los niños que jugarán en el parque. Pese a que el parque acabará construyéndose, ya les advertimos que el Emperador no se mostrará nada optimista respecto al futuro de su país, como muestra la última escena que tiene lugar en la oficina, poco antes de finalizar el filme.

En lo que respecta a la estructura narrativa de la cinta, Kurosawa decide dividirla en dos partes bien diferenciadas. La primera es una narración de carácter convencional. Como hemos dicho, la presencia de un narrador omnisciente nos guía a través de los distintos acontecimientos que tienen lugar así como a los recuerdos del protagonista. Pero en cuanto éste emprende su último reto vital, el director nipón introduce un salto temporal que nos lleva directamente al día de su funeral. Así pues, los hechos acontecidos con anterioridad nos serán contados a través de las exposiciones de los diferentes compañeros de trabajo de Watanabe.  

Resulta de sumo interés ver como Kurosawa recupera constantemente elementos de su cine mostrados en anteriores trabajos, y también como muestra otros que veremos a posteriori en su obra. Es el caso de esta última parte a la que ahora hacíamos mención, que recuerda irremediablemente a Rashomôn (1950), pero también el de la metáfora de las aguas estancadas, que veíamos en El ángel ebrio (1949), o el pesimista final antes mencionado, que liga con su clásico del cine negro Los canallas duermen en paz (1960).


Para concluir nuestro breve comentario al respecto de esta inmensa obra, una mención indispensable a la escena final. En ella, Kurosawa nos muestra los instantes finales de la vida del señor Watanabe. Consciente de su inminente muerte, el protagonista se ha desplazado al parque que tanto ha luchado por construir, y mientras se columpia suavemente como si de un niño se tratará, canta esta melancólica canción con lágrimas en los ojos y una orgullosa sonrisa:

La vida es demasiado corta,
enamórate, dulce doncella,
mientras tus labios todavía sean rojos,
y antes de que tengas frío,
pues no habrá un mañana

Permítanme decirles que esta es una de las escenas más emotivas y brillantes de la carrera de Akira Kurosawa, lo cual no es decir poco.







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