"El hombre que no ha amado apasionadamente ignora la mitad más bella de la vida."
Stendhal
Osan (Kyoko Kagawa) vive en Kioto junto a su esposo Ishun (Eitaro Shindo), un hombre considerablemente rico y mayor que ella. Ishun es tremendamente tacaño y se niega a prestar ayuda económica a la familia de su esposa, por lo que ésta recurre a Mohei (Kazuo Hasegawa), un fiel empleado que desfalcará dinero de su señor para ayudarla, pues secretamente la ama.
Cuando Mohei es traicionado por un compañero y se descubre su robo, es aislado y encerrado fuera de la mansión. Osan, que se siente culpable, decide ayudarle, pero una serie de circunstancias que no entraremos a comentar para no alargarnos en exceso hace que ambos sean encontrados en la misma habitación de madrugada. Cuando se extiende el rumor de que son amantes, la única opción que les queda para seguir con vida es huir, pues la costumbre del Japón del siglo XVII era crucificar a la esposa infiel junto a su amante.
Para contextualizar este hecho, Mizoguchi nos ha mostrado en la parte inicial del filme un ejemplo de la humillación pública a la que son sometidos aquellos que traicionan el honor de un señor.
En su evasión, la relación de los fugitivos va cambiando progresivamente y en Osan se despierta un sentimiento amoroso hacia Mohei, quien, como ya hemos anunciado, lo corresponde. A partir de ahí, aquellos que habían sido acusados falsamente de ser amantes se convierten en ello.
El filme, basado en una obra de teatro y adaptado para la pantalla por Yoshikata Yoda, es un auténtico canto al amor sin barreras en un contexto donde la felicidad personal estaba subordinada a las costumbres y los valores feudales.
Kenji Mizoguchi, uno de los más grandes maestros del cine nipón, demuestra el porqué sus romances son algunos de los más celebrados del séptimo arte. Su dirección, basada en largos planos secuencia -prácticamente todas las escenas tienen un único corte-, requiere de una elaborada y perfecta planificación al alcance de muy pocos cineastas. La excelente fotografía de Kazuo Miyagawa en blanco y negro ayuda a crear un filme que destaca estéticamente por su belleza formal.
De la película se pueden destacar numerosos momentos, pues el desarrollo argumental es perfecto y presenta momentos realmente álgidos. Algunas de las imágenes que quedan para el recuerdo se encuentran en el tramo final del filme, como cuando los amantes se reúnen en el bosque y dejan atrás sus dudas prometiéndose amor eterno o la escena final, en la que una vez capturados los dos protagonistas son trasladados por las calles de la ciudad hacia la plaza en que tendrá lugar la crucifixión y Mizoguchi nos muestra de forma sutil un plano en que vemos sus manos unidas y unas ligeras y orgullosas sonrisas en sus rostros. Son conscientes que la muerte se aproxima, pero yacer eternamente junto a la persona que aman no les parece un mal final.
Concluyendo, una excelente obra, de primera categoría, de la mano de un cineasta de referencia para todo amante del buen cine.
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